Domingo, 03 de noviembre de 2013
Lic. Luciano Salinas Psicólogo UBA
Psicología
Psicología
El amor es un tema inagotable. Es materia de revisión en el campo de la filosofía, la psicología, la literatura, la poesía, hasta de las ciencias duras que han tratado de pesar y medir el amor de sus sujetos de estudio; inagotable porque es el protagonista de obras de teatro, de óperas, programas de televisión, canciones y largometrajes. Desde las tragedias griegas a los culebrones de pantalla chica, el amor sigue ocupando un rol central en los entramados sociales y culturales. Incluso sobrevive a los discursos imperantes del consumo que se aprovechan de él con meros fines comerciales, para continuar presente con incuestionable vigencia.
En la historia del pensamiento occidental (encarnado por Platón, Aristóteles, Dante, Hegel, Kierkegaard entre otros), el amor fue representado a través de un número amplio de figuras. El psicoanalista Jean Allouch cita algunas de ellas: “el amor romántico, el amor loco, el amor guerrero (el amor conquista, aquel de Ovidio), el amor de la representación (Pascal), el amor narcisista, el amor sexual (ambos de Freud), el amor platónico, el amor como pacto, el amor cortés, el amor intercambio, el amor eterno, el amor al prójimo, el amor repetición de un amor de infancia, el amor ilimitado, el amor divino, el amor extático, el amor puro y, last but non least, el amor dantesco”.
Estas figuras del amor fueron tomadas, revisadas y luego desechadas por Jacques Lacan, que dejó la tarea de explorarlas en manos de los poetas, a quienes les suponía mayor avidez sobre el asunto. Quizá porque Lacan sabía bien que desde el psicoanálisis era posible y necesario hablar del amor, pero poco viable conformar teorizaciones sobre él desde las figuras planteadas por el pensamiento occidental. Jean Allouch ha dicho que no hay una teoría del amor en psicoanálisis, hay sí referencias, migajas en el camino, que pueden hilvanar una forma de tratarlo a los fines prácticos de la experiencia analítica. Por lo mencionado, las siguientes palabras de articulación no guardan otra finalidad que la de elucidar algunas breves referencias al amor.
Comencemos por Roland Barthes, quien en 1975 dicta un curso en la Escuela de Altos Estudios de París dedicado a formalizar un discurso amoroso. Sus conferencias fueron luego publicadas como libro bajo el título Fragmentos de un discurso amoroso, en el año 1977. En dicha obra Barthes propone que en el amor siempre “es un enamorado el que habla y dice”. Este enamorado presenta un discurso consciente que habla solo, desde la experiencia propia sin poner a consideración de un partenaire sus decires. Barthes toma incluso algunas referencias lacanianas para sostener el “un discurso amoroso”, sin embargo podemos decir que para el psicoanálisis no hay discurso del amor, más bien “el amor es signo de que se cambia de discurso”, tal como lo afirma Lacan en su seminario Aún.
¿Qué implica cambiar de discurso cuando aparece el amor? Ello puede ser leído como una modificación en el modo de relacionarse con las personas, con los pares, y en particular con el amado; pues el amor invita a eso y desafía la forma en que hacemos lazo social pero, como veremos más adelante, sin el aplastamiento de alguna de las subjetividades de los implicados puestas en juego (subjetividad del amante y del amado que no son, en sí mismo, roles estáticos de la relación amorosa), porque vale aclarar que el amor no es intersubjetividad sino interrelación que pone a consideración del dos los cambios en los modos de enlazarse del uno.
Entonces por un lado encontramos ese “discurso amoroso” del enamorado que habla solo (sin que le importe demasiado lo que dicen de él, incluso lo que opina su objeto de amor); por el otro tenemos al amor como signo de cambio, y no de cualquier cambio sino de aquel que implica una reinvención de las formas de hacer lazo. La posibilidad de ceder, de cambiar, de modificar algunas de nuestras conductas es una suerte de reinvención del amor, re-creando nuestra posición como cambio de discurso y ello, hay que decirlo, siempre está supeditado al riesgo, piedra angular de las relaciones amorosas.
El escritor Alejandro Dolina se ha pronunciado en este aspecto: “el amor es peligro”; y es peligro porque se reinventa a cada paso siempre con la posibilidad en el horizonte de perder más que de ganar. El que solo gana se topa con el tedio de adivinar anticipadamente cada movimiento de su partenaire. Algunos poetas gritan visceralmente que cuando la anticipación le ha ganado a la sorpresa el amor ha encontrado su fecha de caducidad, se deshace y pierde esa condición vital de no saber qué es lo que sigue en el entramado (o en el entre-amados) de la improvisación.
Sin embargo no todos quieren pasar por los peligros del amor, porque suponen allí un sufrimiento demasiado amenazante, lo que provoca su reverso: “el amor amenazado”, título del primer aparatado del libro Elogio del amor de Alain Badiou, donde explora un ejemplo de actualidad:
“París ha sido cubierto de carteles de una página web de encuentros, carteles cuyos títulos me han interpelado. Puedo citar un cierto número de eslóganes de esta campaña ¡Encuentre el amor sin el azar! Y luego, hay otro: ¡Se puede estar enamorado sin caer enamorado! Así pues, nada de caída, ¿no es eso? También está el de: ¡Usted puede perfectamente estar enamorado sin sufrir! Esto nos propone un “coaching amoroso”.
Badiou reflexiona sobre ello siguiendo una línea argumentativa similar a la propuesta por Dolina en esa resumida frase citada más arriba, veamos como sigue su comentario:
“Es el amor asegurado a todo riesgo: usted tendrá el amor, pero como un asunto tan bien calculado, habrá seleccionado tan bien a su compañero cliqueando en Internet -evidentemente tendrá su foto, sus gustos en detalle, su fecha de nacimiento, su signo astrológico, etc.- que al término de esta inmensa combinación usted podrá decir: ¡ahora ya, con todo esto, no puede fallar... ahora ya no hay ningún riesgo! Ahora bien, obviamente yo estoy convencido de que el amor, en tanto que es un gusto colectivo, en tanto que es, para casi todo el mundo, la cosa que da a la vida intensidad y significación, yo pienso que el amor, en la existencia, no puede ser ese don que se hace a la ausencia total de riesgos”.
El argumento “cero riesgos” del consumo es aquel que el filósofo señala como amenaza del amor, puesto que mantenerse a la espera de una selección virtual no difiere en mucho de aquellos matrimonios arreglados en épocas clásicas, instrumentados por padres despóticos, que se inscribían en el discurso del amo antiguo. El del amo moderno, el discurso capitalista, se acerca a esa suerte de oferta con el solo fin de convertir al amor en un objeto de intercambio monetario, sustancia medible en créditos, haciendo economía de las pasiones bajo el título “seguridad personal”, garantizando “cero riesgos”, entregando el poder al amo (seleccionador eficaz y podador de azares) arrebatándoselo al sujeto del amor (quien aguarda estático a que el amo decida por él). Amenaza que recae ante todo sobre el azar pero también sobre la agitación, la incertidumbre, la ansiedad, el riesgo en sí mismo que el amor necesita como motor para su funcionamiento.
Siguiendo esta línea y retomando los decires de Badiou, esta primera amenaza se apoya en una segunda que responde al interrogante ¿por qué los sujetos de una sociedad eligen el “cero riesgos”? ¿Por qué aguardan, como estatuas de sal, los mandatos de un amo que elige por ellos pidiendo a cambio una suma determinada? Quizá porque el discurso capitalista funciona como discurso de consumo que “invita”, si se nos permite la expresión, a una situación de comodidad de los sujetos que aceptan las reglas del mercado y las limitaciones a la libertad que estas introducen. Allí tenemos a los dos enemigos del amor según Badiou: la seguridad del contrato cero riesgos y la comodidad de los placeres limitados. A los que se puede contestar asumiendo la responsabilidad singular de cada uno en la acción de reinventar el riesgo y la aventura que combaten la embestida del discurso imperante.
Volver a la fuente, a la singularidad, nos conduce a explorar las referencias al amor en la obra de Sigmund Freud y de Jacques Lacan. Estas son diversas y en principio podemos resaltar que hay diferencias en sus decires respecto de este tema, sin embargo ambos reconocen en el amor una forma de desconocimiento, una suerte de ignorancia que no quiere saber desde lo racional; puesto que en el amor no se trata del saber consciente, sino más bien del afecto, del sentir “algo”, tal como lo marca la conocida expresión “siento mariposas en la panza”.
Lacan hace del amor un afecto del inconsciente, resalta de él aquello que hace signo en los efectos subjetivos de cada persona en forma exclusivamente singular. El amor, para el psicoanálisis, es puesto bajo la lupa del afecto y del saber inconsciente, que es un saber que no se sabe. Pero, ¿cómo se entiende esto?
Mejor sería decir ¿cómo no se entiende?; es interesante preguntarse por qué hay misterios del amor que no se llegan a comprender desde la razón. Son los poetas los que no dejan de escribir al respecto. Tal vez por ese motivo Lacan volvió en varias oportunidades sobre el poema de Tudal.Entre el hombre y la mujer, está el amor. “¡Pero por supuesto!, si es lo único que hay”, grita Lacan en “Hablo a las paredes”. Entre el hombre y el amor, hay un mundo. “Cuando se dice Hay un mundo, eso quiere decir Ustedes no lo lograrán nunca”. Y el análisis del poema continúa –no nos detendremos en él en este artículo– para complejizarse aún más a través del esquema de la botella de Klein, del lugar (topos) del hombre y de la mujer, incluso del poeta que escribe esos seis versos (Tudal es un hombre y redacta desde su posición). Intentemos solo retener el “Ustedes no lo lograrán nunca”, ya que encuentra relación con la invención del amor y es allí hacia donde nos dirigimos todos (los hombres y las mujeres).
Porque no se trata de resignaciones, sino de lo contrario, pues al fin de cuentas la experiencia confirma que siempre hay una relación de amor posible para cada persona, y la complementariedad estará signada bajo la forma en que los afectos de uno incidan en el inconsciente del otro. Todo amor encuentra su soporte en cierta relación entre dos saberes inconscientes. Decíamos que los poetas y literatos hablan en sus obras del misterio del amor. Agregamos, desde el psicoanálisis, que dicho misterio encuentra su fundamento en el inconsciente, puesto que el amor es índice no de una intersubjetividad, sino de un interreconocimiento entre dos seres portadores de lenguaje, de afectos, de virtudes y defectos, es decir de saberes no sabidos hechos a su medida. Se trata entonces de una sensibilidad que refiere a una suerte de afinidad. Podemos decir que el amor remite a una afinidad de elección que, sin embargo, sostiene la subjetividad de cada cual sin ponerla en entre dicho, en interdicción, pues afina en el sentido más musical del término, para encontrar las resonancias armónicas entre dos cuerpos sonantes.
Sostengamos la metáfora musical para pensar en el siguiente ejemplo: imaginemos una partitura en la que los protagonistas son una contralto y un tenor. A su vez se encuentran acompañados por instrumentos de cuerdas y de vientos. Las voces de los cantantes, femenino y masculino en este caso, deben compartir la afinidad de sus melodías para lograr la afinación propia de la composición y el encuadre armónico del entorno representado por los demás instrumentos de la formación orquestal. Ello se logra sin la necesidad de que ninguna de las dos voces escape de sus respectivos registros melódicos, es decir la contralto no cantará en el registro del tenor, ni tampoco sucederá a la inversa. Se consigue la afinación, cada uno asumiendo el registro propio de su estructura musical. Los “fundamentos estructurales de la música” no se alteran, (no hay intersubjetividad) pero se llega al grado preciso de afinación (o afinidad) que permite que la obra suene en forma satisfactoria (¡y el público aplaude!). Nada diferente sucede entonces en el amor. El interreconocimiento de voces, de cuerpos, de afectos, de singularidades, es propio de la experiencia electiva del amor, sin que ello implique un desvanecimiento de una de las dos subjetividades puestas en juego; si esto último ocurriese nos encontraríamos con un vínculo de poder en desequilibrio que lejos está de conformar una relación amorosa.
Pero no todo suena tan simple en el discurso amoroso (por decirlo en palabras de Roland Barthes). Lo disonante en la metáfora musical planteada puede resumirse en el siguiente contraargumento: no hay partitura del amor. Es decir, no hay fórmulas predeterminadas que permitan anticipar aquello que el amor trae bajo el signo de la sorpresa, del misterio, de la incertidumbre, de la ansiedad, incluso del miedo. Sin embargo sabemos dónde encuentra fundamentos eso que no se sabe del amor; tal como lo decíamos anteriormente: en lo inconsciente. El amor se reinventa a cada paso, puesto que es invención de a dos que busca la unicidad, tarea imposible que puede suplirse con la invención. Porque nadie tiene la pieza del rompecabezas que otro anda buscando y por ello no puede ofrecerse a modo de complementario exacto. La afinidad no es sinónimo de complementariedad, sin embargo puede serlo de elección de compromiso con un otro, a través de dar al partenaire aquello que no se tiene, pues aquello que no se tiene se inventa.
“El amor está por reinventar, ya se sabe” dice Arthur Rimbaud en Una temporada en el infierno. No está mal, ya que el amor nada tiene que ver con la verdad; es terreno fértil de la invención, ¿por qué no de la ficción?, acto que vehiculiza el encuentro, que lo vuelve posible, con la correspondiente cuota de no saber acerca de la imposibilidad de que dos se conviertan en uno y del intento, siempre fallido, de lograrlo; y si existe un imposible hay que inventar algo para que la cosa marche... ¡y marcha! Ello es lo que sostiene a los actuantes electivos en una relación de amor, que a fin de cuentas pueden arribar a puerto seguro y obtener sus frutos. Del amor solo se pueden dar referencias, pues no hay teoría, apenas experiencias… y eso ya es mucho decir.
Lic. Luciano Salinas
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